lunes, 14 de enero de 2013

Madera, río y limón.



   El aire olía a algas y a sal. El leve viento, que soplaba del norte, traía consigo el recuerdo breve de verdes árboles y musgo fresco. Sentada en un tronco viejo y carcomido veía el mar romper contra las rocas. Entre ellas se veían, por aquí y por allá, pequeños cangrejos que comían el limo resbaladizo y húmedo de las piedras. Gotas saladas se estrellaban en mis piernas y en mis pies; entonces me estremecía.

   Centré toda mi energía en conseguir llorar. Quería llorar. Tenía que llorar, porque las lágrimas, agolpadas en mis ojos, me ardían. Miles de pensamientos cruzaron mi cabeza. Cerré los ojos y recordé su cara, que había visto por última vez hacía menos de dos horas. Recordé que tenía algo en la comisura izquierda de su boca, recordé que el sol hacía que sus ojos fueran verdes y que su pelo, rizado y negro, estaba alborotado, y que llevaba barba de tres días y que me pareció que era perfecto. Oí su voz, dulce, segura y culpable, intentando no hacerme daño. Quizá porque tenía muchas cosas que decir siempre hablaba atropelladamente, chafando unas sílabas con otras, y eso, que era algo que odiaba, en él me parecía precioso. 

   Me pasé la lengua por los labios, resecos a causa del mar, y el viento, que había cambiado de dirección, trajo consigo el olor de Arnau. Un olor intenso, sublime, que olía a madera y a río y a limón. Abrí los ojos y al fin las lágrimas bañaron mis mejillas y, en lo que intenté que fuera un sollozo, se me escapó una carcajada. Me sentía ridícula, y casi podía notar como la gente que pasaba por el paseo empedrado sabía que me sentía así. Volví atrás e intenté hacer una sucesión de los hechos.

   Primero me dijo que era guapísima, y entonces supe que pasaba algo, y me dijo que teníamos que hablar. Que miedo me dio aquel tenemos que hablar. Al día siguiente lo esperé en el portal durante once minutos, vestida para ir a correr, dando a entender que no pretendía desperdiciar ni un solo segundo.

   Sé que cuando me vio supo que lo sabía. Bajó de la moto y besé su mejilla, con una sonrisa en la cara que llevaba horas practicando frente al espejo. No sé bien qué dijimos. Sólo sé que el discurso que me había preparado murió en mis labios en cuanto los abrí, y que no dijimos nada de lo que queríamos decirnos. Sé que, cuando me pidió que le abrazase y olí su cuerpo, era consciente de que lo hacía por última vez, y sé que todo el rato estuve conteniéndome las lágrimas.

   -Lo siento -me dijo, realmente apenado.

   Me hubiera gustado decirle que más lo sentía yo. Lo único que quería en ese momento era besarlo, pero no lo hice. No hice nada. A los diez minutos me alejaba corriendo del lugar. No volví la cabeza ni una sola vez. Corría más rápido de lo habitual, con una fuerza imprimida por la rabia y el dolor. Corría tan rápido que la gente se paraba a mirar. El corazón hacía que la sangre me palpitara en las sienes, y dos lágrimas rodaron camino abajo por mis mejillas. Las limpié con el dorso de la mano. No era el momento de llorar. Aún no. Dos borrosas lagunas adornaron mi cara.

Así corrí hasta el pueblo de al lado, y no paré hasta llegar al muelle. Llevaba la música puesta, pero el bramido del mar era más fuerte y sólo alcancé a escuchar la voz de la cantante pidiéndole a su amado que no se fuera antes de dejar los cascos sobre la arena.

Diez minutos largos me quedé allí sentada, hasta que, a la par que una pareja joven que se acercaba caminando, decidí volver a ponerme en marcha. Pero ya había desaparecido la rabia, y así fue como había llegado al tronco viejo y carcomido, donde finalmente me deshice en lágrimas.

Las lágrimas eran saladas como el mar.

Al final emprendí el camino de vuelta, andando poco a poco, mientras mil imágenes me venían a la cabeza. Arnau y yo besándonos por primera vez en aquel camping lejano. Arnau y yo patinando sobre hielo. Arnau y yo yendo de concierto. Arnau viniendo a recogerme por sorpresa un domingo por la mañana. Arnau y yo, Arnau y yo, Arnau y yo...

Llegué a mi casa acalorada y entre sudores, buscando excusas que justificaran mi retraso. No hicieron falta. Me escabullí hacia la ducha, haciendo una bola con la ropa y metiéndola en la bolsa de deporte rápidamente, antes de que mi abuela tuviera tiempo para decirme que la recogiera.

El agua ardiendo me dio de lleno en los hombros y en la cabeza. Levanté la cara hacia la alcachofa de la ducha, al tiempo que giraba el grifo para que saliera más templada. Dejé que el agua bajara por mis hombros y descendiese por mi espalda, recorriendo todo mi cuerpo. Me froté los ojos e intenté que el líquido, ahora frío como el hielo, me despejara la mente.

Salí de la ducha sin haberme enjabonado si quiera. Me enrollé una toalla y dejé que el agua del pelo se deslizase por mis hombros, hasta el suelo, y las huellas de mis pies crearon algo parecido a la estela de un barco en el mar.

Me arrodillé en la cama y, en un arrebato infantil, comencé a hacer pompas de jabón por la ventana. Las pompas subían y bajaban empujadas por el viento en el patio interior del edificio. Las esferas reflectaban la luz del sol y, maravillada, miré fijamente como se alejaban hacia él. El cielo poblado de pompas me pareció precioso.

La imagen reflejada en la ventana de enfrente atrajo mi atención. Era pelirroja. Tenía los ojos casi marrones, casi verdes. Su piel era blanca, sin pecas. El pelo corto solía ser rizado, aunque ahora le caía húmedo a ambos lados de la cara. Era yo. Me sentí fea. Me sentí la más fea entre las feas.

El sonido de mi móvil me sobresaltó y me sacó de mi aturdimiento. Lo cogí. Era un mensaje. Un mensaje de Arnau.

Me dejé caer sobre la almohada y cerré los ojos, y en esa oscuridad de párpados cerrados caía,
                                                                                                                                                  caía,  
                                                                                                                                                          caía...                                                                                                                                                                              

domingo, 13 de enero de 2013

La vida de Teseo


Ariadna se paseaba nerviosa por los pasillos del palacio. Cada paso suyo se multiplicaba por mil entre las múltiples estancias vacías, que otrora dieron cobijo a las más refinadas damas, a los más famosos escritores y a los mejores músicos de toda Grecia, junto con cientos de criados que caminaban todo el día de arriba a abajo encendiendo fuegos, arreglando jardines, sirviendo mesas... Pero toda esa opulencia se había marchitado a la vez que lo hacía su una vez joven y apuesto esposo, Teseo.
Tras liberar al pueblo de Atenas del yugo del minotauro prisionero en el laberinto de Dédalo, su padre, el rey Minos, les había dado permiso a ella y a Teseo para marchar a Macedonia, donde casarse y formar una familia. Una vez allí, Teseo fue tratado de héroe y agasajado con los mejores regalos, pues su hazaña había recorrido ya todo el territorio de grecia, y hasta el mismo Zeus conocía y halagaba su mérito.
Fue entonces cuando, desde el Olimpo, los dioses se pusieron de acuerdo y decidieron nombrar a Teseo semidios, otorgándole el nombre de Teseo el ingenioso, que poco después pasaría a ser conocido como Teseo el Dios del Ingenio.
Hizo el joven buenas migas con Dionisio, que también hacía poco que residía en el Olimpo y el cual no dejaba de narrar, una y otra vez, como había dado muerte al enamorado Orfeo.
El liberador de Atenas comenzó entonces, con ayuda de su nuevo amigo Dionisio, favorito del rey Midas desde que le dio poder para transformar en oro todo lo que tocara, a montar las mayores bacanales que se hubieran conocido jamás en toda Grecia, con ríos de vino fluyendo en los jardines, comida en abundancia repartida por todas las mesas de cada uno de los salones y mujeres y hombres que nada tendrían que envidiar a Afrodita y a Apolo corriendo desnudos por los corredores, amándose sin pausa contra los tapices que adornaban las paredes representando historias tales como la creación del universo, Cronos devorando a sus hijos o Zeus repartiendo la manzana de la discordia y que ahora estaban manchados de alcohol, lujuria y otros excesos.
Mientras tanto, la bella Ariadna, que había sido criada en un ambiente sobrio y refinado, como era el de Creta, se sentía extraña en palacio, una extranjera dentro de su propio hogar. Se pasaba las noches en vela, llorando por su juventud que se acababa, añorando los bucólicos paisajes en los que jugaba con sus hermanas cuando era pequeña, imaginando como hubiera sido su vida si algo hubiera cambiado, cualquier mínimo detalle, echando de menos al hombre del que se enamoró y con quien comenzó una vida, mientras el nombre de éste era gemido por muchachos y muchachas durante horas.
Ariadna se asomaba a la ventana y veía a lo lejos las cosechas, cultivadas sin descanso por campesinos que apenas tenían para comer, mientras su cama estaba llena de colchas y cojines tejidos con las más finas telas. Desde allí los miraba y pensaba que aquellos campesinos no tenían nada y lo tenían todo y ella, que lo tenía todo, no tenía en realidad nada.
Así transcurrieron varios años hasta que la joven, que ya se había dado cuenta de que Teseo no iba a brindarle la felicidad que le había prometido, decidió buscarla por su propia cuenta. Escapó una noche, a caballo, proveída únicamente de la luz de las estrellas que el cielo había derramado, mientras a lo lejos se perdía el murmullo de las interminables fiestas de los dioses del ingenio y el vino.
Pasaron días hasta que Teseo se dio cuenta de que la hermosa Ariadna había huido sin decirle nada, en un intento de recoger las flores que quedaban de su juventud, y cuando por fin estuvo seguro de que Ariadna se había ido, montó en cólera. Tal fue su ira que, encendido, golpeó al rey Midas, el cual a la vez tocó a su hija, que acabó convertida en una estatua de oro.
Todo sucedió muy rápido a raíz de ésto. Midas lo marginó socialmente. Su amigo Dionisio lo abandonó entonces en busca de nuevos ríos de vino que no fueran a secarse. La gente dejó de tratarlo como a un dios, y poco a poco su casa se vació.
Cayó entonces Teseo en una terrible depresión que lo tuvo en cama semanas, y sin apenas poder alimentarse, enfermó mortalmente.
La noticia llegó hasta Frigia, un lugar de doradas arenas pues Midas se había deshecho de su poder lavándose las manos en el río Pactolus para devolver a su hija a la vida. Casualmente allí había ido a parar también Ariadna, quien había formado una familia con un cretense llamado Ícaro, al que una vez todos creyeron ahogado en el mar.
Y así es como Ariadna, hija de Minos, esposa de Teseo y amante de Ícaro había vuelto a recorrer de nuevo los pasillos de palacio, ahora yermos y fríos.
Se acercó por fin a la habitación que una vez compartió con Teseo. Tocó suavemente la madera con las yemas de los dedos, acariciándola, recorriendo los tallados que la adornaban, y entonces la empujó suavemente. La puerta se abrió con un chirrido.
Allí estaba el joven, consumido, perdido entre sus sábanas, con los pómulos hundidos y las manos huesudas y afiladas, con una mirada que, al ver a Ariadna, volvió a ser la del joven que había entrado años atrás en aquel laberinto de Creta, con un sueño en la cabeza y un amor en el pecho.
La chica se sentó a su lado, acunó sus manos en su regazo, le besó la frente y, cuando ya las lágrimas se desbordaban de sus ojos, Teseo, cuya voz no escuchaba desde hacía mucho tiempo, abrió los labios y suspiró más que dijo:
-Tempus fugit, amada mía, tempus fugit.
Y así murió, arropado por Ariadna, creyendo que volvía a ser un joven a las puertas de un laberinto y que volvía a tener toda la vida por delante.

miércoles, 9 de enero de 2013

Cafés y zapatos


   Ella salía con prisas, como todos los viernes, cuando se entretenía tomando un café en el bar de la facultad después de su última clase.

   Él tenía la cabeza en las nubes desde que faltó su abuelo y pensaba que era miércoles, sino no hubiera estado en aquel lugar en aquel momento.

   Ella se había enredado ojeando unos papeles mientras se tomaba su expreso, con mucha espuma, porque era así como le gustaba, y los llevaba todos mezclados mientras corría hacia la estación, en busca de un metro que ya se iba.

   Él cargaba una Gibson acústica a su espalda mientras volvía de un ensayo que no tenía, pues tocaba en un grupo desde hacía bastante, y pensaba en como habían cambiado las cosas en tan poco tiempo mientras se miraba la punta de los zapatos.

   Ella cruzaba rápidamente por viveros.

   Él seguía mirándose la punta de los zapatos al andar.

   Ella se dio cuenta demasiado tarde de que iba a arrollarlo.

   Él no se fijó en ella hasta que se chocaron.

   Ella levantó la vista y vio a un chico castaño, más bien alto, con el pelo despuntado, ojos verdosos, una leve barba y una camiseta granate que se adivinaba debajo de su camisa de cuadros; tendría veinte años.

   Él levantó la vista y vio a una chica pequeña, con el pelo casi rubio recogido en un moño improvisado, grandes ojos castaños y un vestido corto de golondrinas; tendría dieciocho años.

   -¡Oh, lo siento! ¿Estás bien? -Dijo ella azorada, ahogando un grito en la garganta, al tiempo que se levantaba y comenzaba a recoger todos los papeles que habían quedado esparcidos por el suelo.
   -Si, si, yo estoy bien. Vaya, perdona, te lo he tirado todo -Contestó él agachándose a la vez para coger aquella orgía de apuntes que se extendía bajo sus pies.

   Ella notó como sus manos se tocaban.

   Él también lo notó y se quedó inmóvil.

   Ella rompió a reír a la vez que echaba la cabeza hacia atrás en un gesto de total felicidad.

   Él entornó los ojos, molesto por el sol que le daba de lleno en la cara, y la miró con incredulidad mientras sonreía.

   -Pensaba que estas cosas sólo pasaban en las películas -Rió ella irónicamente.
   -¿Estas cosas? -Inquirió él, que seguía sonriendo y ya no se miraba la punta de los zapatos.
   -Si, ya sabes. La chica y el chico que se chocan y tiran todos los papeles al suelo -Fue su respuesta.
   -Ah, ya veo. Y en una película, ¿Qué pasaría ahora? -Preguntó de nuevo él, de forma socarrona.
   -¿No es obvio? -Dijo ella ingenua- Nos gustaríamos, pero tú tendrías una novia y no podría ser. La dejarías y sería genial pero luego pasaría algo y discutiríamos y parecería que todo ha terminado. Entonces, en el último momento lo arreglaríamos y seríamos felices.

   Él se rió muy fuerte.

   Ella pensó que tenía una risa preciosa.

   -Parece que sabes mucho de películas -Observó él sin dejar de reír.
   -Bueno, ya son muchos años dando teatro -Replicó ella sagaz, encantada con la conversación.
   -¿Teatro? Pues mira, ahora mismo estaban haciendo una obra en la Casa de la Cultura. Vengo de ensayar. Bien, técnicamente tendría que ensayar si hoy fuera miércoles, pero no lo es, es viernes -La informó él, trabándose con las palabras al final, nervioso por haber reconocido en voz alta que no sabía en que día vivía.
   -Pues si, no es miércoles desde hace dos días ya -Y obvió amablemente su tartamudeo final-. Precisamente iba para allá, que tengo ensayo en cuanto termine. ¿Tocas la guitarra?

   Él movió la cabeza en señal de afirmación, contestando una pregunta que sabía que no necesitaba respuesta, pues la Gibson seguía ahí, colgada de sus hombros.

   -Así es. Tenemos un grupo montado unos amigos y yo desde hace bastante tiempo. Belice, nos llamamos. El fin de semana que viene damos un concierto, aunque llevo un tiempo sin practicar -y le enseñó tímidamente una cicatriz que recorría su mano izquierda, desde el pulgar hasta la base de la mano, en forma de media luna-. Un accidente de tráfico -Dijo, como si necesitase darle aquella información.
   -¡Vaya! -exclamó ella realmente sorprendida, mostrando a su vez otra cicatriz muy similar que llevaba en la mano derecha-. Me la hice de pequeña, no sé muy bien cómo -e ignoró lo del accidente, quizás a propósito, quizá no.
   -¡Menuda casualidad! ¿Crees que tiene algo que ver con todo este rollo del fin del mundo? Igual cuando llegue el día veintiuno solamente nos salvamos los de la cicatriz...¡Los elegidos! -Bromeó él.

   Ella se rió muy fuerte.

   Él pensó que tenía una risa preciosa.

   Ella miró su reloj.

   Él entendió que iba con prisa pero deseó que no tuviera que marcharse.

   -Uff, se me ha hecho tarde -suspiró ella-. Tengo que irme ya si quiero llegar a tiempo a teatro.
   -Claro, claro -dijo él con fingida indiferencia.
   -En fin, suerte con el concierto ¡Adiós! -Se despidió ella con pesar.
   -Si, si, lo mismo digo...Osea que, adiós a ti también -Murmuró él.

   Ella fue escaleras abajo, hacia el metro.

   Él siguió andando, mirándose la punta de los zapatos.

   Ella sonreía.

   Él también.

Toma de contacto

   Vaya, quien me iba a decir a mi que, sin motivo ninguno, un miércoles por la noche me iba a dar por hacerme un blog...

   La verdad es que no sé ni por donde empezar, supongo que será como todo, cuestión de práctica y, bueno, puede que, cuando te pasas la vida escribiendo cosas en el word y enseñándoselas a tres o cuatro personas cercanas a ti para ver que les parece (cuando en el fondo desearías que todo el mundo pudiera leerlo) es inevitable que acabes aquí.

   Puede también que, sin darme cuenta realmente, de verdad esté cumpliendo los utópicos propósitos de año nuevo. Y no, en realidad no tenía pensado empezar ningún blog (esa idea tan genial se la debo a mi queridisisímo Jelly, que me la acaba de dar) pero si que había fantaseado con publicar mis tres o cuatro relatillos en alguna parte...

   En fin, me conformo con que disfrutéis leyéndome la mitad de lo que voy a disfrutar yo escribiendo.

   Feliz 2013, y felices propósitos nuevos.