El
aire olía a algas y a sal. El leve viento, que soplaba del norte,
traía consigo el recuerdo breve de verdes árboles y musgo fresco.
Sentada en un tronco viejo y carcomido veía el mar romper contra las
rocas. Entre ellas se veían, por aquí y por allá, pequeños
cangrejos que comían el limo resbaladizo y húmedo de las piedras.
Gotas saladas se estrellaban en mis piernas y en mis pies; entonces
me estremecía.
Centré
toda mi energía en conseguir llorar. Quería llorar. Tenía que
llorar, porque las lágrimas, agolpadas en mis ojos, me ardían.
Miles de pensamientos cruzaron mi cabeza. Cerré los ojos y recordé
su cara, que había visto por última vez hacía menos de dos horas.
Recordé que tenía algo en la comisura izquierda de su boca, recordé
que el sol hacía que sus ojos fueran verdes y que su pelo, rizado y
negro, estaba alborotado, y que llevaba barba de tres días y que me
pareció que era perfecto. Oí su voz, dulce, segura y culpable,
intentando no hacerme daño. Quizá porque tenía muchas cosas que
decir siempre hablaba atropelladamente, chafando unas sílabas con
otras, y eso, que era algo que odiaba, en él me parecía precioso.
Me
pasé la lengua por los labios, resecos a causa del mar, y el viento,
que había cambiado de dirección, trajo consigo el olor de Arnau. Un
olor intenso, sublime, que olía a madera y a río y a limón. Abrí
los ojos y al fin las lágrimas bañaron mis mejillas y, en lo que
intenté que fuera un sollozo, se me escapó una carcajada. Me sentía
ridícula, y casi podía notar como la gente que pasaba por el paseo
empedrado sabía que me sentía así. Volví atrás e intenté hacer
una sucesión de los hechos.
Primero
me dijo que era guapísima, y entonces supe que pasaba algo, y me
dijo que teníamos que hablar. Que miedo me dio aquel tenemos que
hablar. Al día siguiente lo esperé en el portal durante once
minutos, vestida para ir a correr, dando a entender que no pretendía
desperdiciar ni un solo segundo.
Sé
que cuando me vio supo que lo sabía. Bajó de la moto y besé su
mejilla, con una sonrisa en la cara que llevaba horas practicando
frente al espejo. No sé bien qué dijimos. Sólo sé que el discurso
que me había preparado murió en mis labios en cuanto los abrí, y
que no dijimos nada de lo que queríamos decirnos. Sé que, cuando me
pidió que le abrazase y olí su cuerpo, era consciente de que lo
hacía por última vez, y sé que todo el rato estuve conteniéndome
las lágrimas.
-Lo
siento -me dijo, realmente apenado.
Me
hubiera gustado decirle que más lo sentía yo. Lo único que quería
en ese momento era besarlo, pero no lo hice. No hice nada. A los diez
minutos me alejaba corriendo del lugar. No volví la cabeza ni
una sola vez. Corría más rápido de lo habitual, con una fuerza
imprimida por la rabia y el dolor. Corría tan rápido que la gente
se paraba a mirar. El corazón hacía que la sangre me palpitara en
las sienes, y dos lágrimas rodaron camino abajo por mis mejillas.
Las limpié con el dorso de la mano. No era el momento de llorar. Aún
no. Dos borrosas lagunas adornaron mi cara.
Así
corrí hasta el pueblo de al lado, y no paré hasta llegar al muelle.
Llevaba la música puesta, pero el bramido del mar era más fuerte y
sólo alcancé a escuchar la voz de la cantante pidiéndole a su
amado que no se fuera antes de dejar los cascos sobre la arena.
Diez
minutos largos me quedé allí sentada, hasta que, a la par que una
pareja joven que se acercaba caminando, decidí volver a ponerme en
marcha. Pero ya había desaparecido la rabia, y así fue como había
llegado al tronco viejo y carcomido, donde finalmente me deshice en
lágrimas.
Las
lágrimas eran saladas como el mar.
Al
final emprendí el camino de vuelta, andando poco a poco, mientras
mil imágenes me venían a la cabeza. Arnau y yo besándonos por
primera vez en aquel camping lejano. Arnau y yo patinando sobre
hielo. Arnau y yo yendo de concierto. Arnau viniendo a recogerme por
sorpresa un domingo por la mañana. Arnau y yo, Arnau y yo, Arnau y
yo...
Llegué
a mi casa acalorada y entre sudores, buscando excusas que
justificaran mi retraso. No hicieron falta. Me escabullí hacia la
ducha, haciendo una bola con la ropa y metiéndola en la bolsa de
deporte rápidamente, antes de que mi abuela tuviera tiempo para
decirme que la recogiera.
El
agua ardiendo me dio de lleno en los hombros y en la cabeza. Levanté
la cara hacia la alcachofa de la ducha, al tiempo que giraba el grifo
para que saliera más templada. Dejé que el agua bajara por mis
hombros y descendiese por mi espalda, recorriendo todo mi cuerpo. Me
froté los ojos e intenté que el líquido, ahora frío como el
hielo, me despejara la mente.
Salí
de la ducha sin haberme enjabonado si quiera. Me enrollé una toalla
y dejé que el agua del pelo se deslizase por mis hombros, hasta el
suelo, y las huellas de mis pies crearon algo parecido a la estela de
un barco en el mar.
Me
arrodillé en la cama y, en un arrebato infantil, comencé a hacer
pompas de jabón por la ventana. Las pompas subían y bajaban
empujadas por el viento en el patio interior del edificio. Las
esferas reflectaban la luz del sol y, maravillada, miré fijamente
como se alejaban hacia él. El cielo poblado de pompas me pareció
precioso.
La
imagen reflejada en la ventana de enfrente atrajo mi atención. Era
pelirroja. Tenía los ojos casi marrones, casi verdes. Su piel era
blanca, sin pecas. El pelo corto solía ser rizado, aunque ahora le
caía húmedo a ambos lados de la cara. Era yo. Me sentí fea. Me
sentí la más fea entre las feas.
El
sonido de mi móvil me sobresaltó y me sacó de mi aturdimiento. Lo
cogí. Era un mensaje. Un mensaje de Arnau.
Me
dejé caer sobre la almohada y cerré los ojos, y en esa oscuridad de
párpados cerrados caía,
caía,
caía...
caía...