sábado, 9 de marzo de 2013

La peonza de Lidia.

Sabíamos que algún día la peonza se pararía; no podía girar eternamente. Vivíamos con ese miedo acechando siempre, en las sombras. Se escondía entre los libros de las estanterías, detrás del espejo cuando nos cepillábamos los dientes, bajo nuestra cama mientras dormíamos. Aquel día amaneció nublado, con ruidos de tormenta que parecían gritados por las montañas y una fina lluvia que pronto impidió que se viera nada más allá de las siluetas recortadas de los edificios del bloque 33.
Miguel se había ido, como me imaginaba.
Salí al balcón y sentí como la lluvia me empapaba poco a poco la cabeza, y como el frío me mordía los talones. No importaba, al menos así sentía algo.
El teléfono de la cocina empezó a sonar. Su viejo y cascado pitido se levantó por encima del ruido de la calle y no tuve más opción que entrar y descolgar. Era Paula. Quería saber porque ayer había vuelto tan pronto a casa.
Tuvimos una de aquellas charlas intrascendentes. Una de esas que, en cuanto has colgado el teléfono, se archivan directamente en tu cajón de conversaciones superfluas. Podría haber sido otra más, otra llamada que olvidar, pero la voz de Paula se quebró al otro lado del teléfono.
-¿Qué?
Me dejé caer sobre la banqueta de la barra, tan inestable como el tiempo, y el corazón se me hizo un nudo.
-¿Qué?
Ella no escuchaba, sólo se oía su llanto al otro lado de la línea. Yo no escuchaba, sólo podía preguntar, una y otra vez,
-¿Qué?
Colgué el teléfono, inexpresiva y anduve hacia el coche, todavía inexpresiva. El ruido de la lluvia golpeando contra la luna no sofocaba los gritos de mi mente, entumecida, y conduje y conduje sin poder distinguir si lo que me impedía ver era la lluvia abrazando el cristal, o la lluvia de mis propios ojos.
Cogí la autovía que llevaba a la capital bordeando la playa, y me di cuenta de que el cielo era mucho más tranquilo que el mar. Mientras él lloraba apenado, el mar bramaba de dolor, rompiendo furioso contra las rocas.
La peonza se había parado.