domingo, 20 de octubre de 2013

Puerta de embarque número 33

  Habían atravesado la capa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión; cuándo aterrizasen ya sería de noche. Daba igual, no habría ningún familiar insomne esperándole en el aeropuerto.

Santiago Espósito cerró su ventanilla preparándose para trece horas de vuelo. La mujer sentada a su lado lo miró con furia y encendió la luz de lectura con gesto indignado. Después de 20 años de ingrato trabajo, dos divorcios, una mala relación con su único hijo y varias reflexiones acerca del suicidio, Santiago no pudo más que resoplar con indiferencia: le encantaba volar, aunque quizá sólo fuera porque odiaba la tierra, donde todo le recordaba lo mediocre que era. Saboreó ese pensamiento, le encantaba volar. Era lo único que, aunque tampoco feliz, no le hacía más infeliz. En su mente tomó fuerza una idea de la que ya se había contagiado hacía mucho, como un virus. Pulsó el botón de llamada y una azafata sinuosa se acercó contoneándose.

-Un whisky, por favor. Que sea doble.

Tanteó en su equipaje de mano hasta hallar lo que andaba buscando, tomó su whisky y, con media sonrisa burlona, sólo le entristeció no poder ver la cara de su compañera de vuelo cuando se diera cuenta de que llevaba trece horas viajando al lado de un cadáver.