Habían atravesado la
capa de nubes y un sol radiante bañaba todo el interior del avión;
cuándo aterrizasen ya sería de noche. Daba igual, no habría ningún
familiar insomne esperándole en el aeropuerto.
Santiago Espósito
cerró su ventanilla preparándose para trece horas de vuelo. La
mujer sentada a su lado lo miró con furia y encendió la luz de
lectura con gesto indignado. Después de 20 años de ingrato trabajo,
dos divorcios, una mala relación con su único hijo y varias
reflexiones acerca del suicidio, Santiago no pudo más que resoplar
con indiferencia: le encantaba volar, aunque quizá sólo fuera porque
odiaba la tierra, donde todo le recordaba lo mediocre que era.
Saboreó ese pensamiento, le encantaba volar. Era lo único que,
aunque tampoco feliz, no le hacía más infeliz. En su mente tomó
fuerza una idea de la que ya se había contagiado hacía mucho, como
un virus. Pulsó el botón de llamada y una azafata sinuosa se acercó
contoneándose.
-Un whisky, por favor.
Que sea doble.
Tanteó en su equipaje de
mano hasta hallar lo que andaba buscando, tomó su whisky y, con
media sonrisa burlona, sólo le entristeció no poder ver la cara
de su compañera de vuelo cuando se diera cuenta de que llevaba trece
horas viajando al lado de un cadáver.