lunes, 9 de diciembre de 2013

La increíble pero cierta historia sobre el día en que por fin se abrió el baúl.

Aquella tarde de lluvia deslizó su cuerpo cansado hacia arriba, hacia el desván. Se arrastraba más que andaba en un infinito intento de mantenerse despierta, y era ya más sueño que realidad cuándo se encontró por fin en aquel cuarto oscuro, bañado por tímidos rayos de luz repletos de polvo que una vez fue bailarina. Tosió y su eco sonó acompasado al ritmo del agua sobre las tejas, y el polvo pareció amoldarse a este nuevo compás, moviéndose frenético con cada estertor. Todo el cuarto era un quejido de perro viejo y un lamento de niño abandonado, y apenas pudo evocar la última vez que estuvo allí. Si es que alguna vez había estado.


Entre los esqueletos de muebles antiguos y sábanas raídas, entre las voces lejanas de fantasmas centenarios, apareció un baúl. No era demasiado grande, ni demasiado bonito, ni demasiado vistoso. De hecho era el baúl menos llamativo que recordaba haber visto; y sin embargo sus pies siguieron deslizándose hacia él, tenaces. En un momento dado, poco antes del baúl, dejó de deslizarse, pues recordemos que ya no andaba, y casi empezó a flotar, pluma de hierro u hoja de metal atraída con fuerza por el magnetismo de la caja.


Sus dedos ligeros de pianista de porcelana se pasearon curiosos por la rugosa tapa, hasta dar con una muesca por la que se introdujo con celeridad, para levantarla. Sus ojos de cierva elegante se redondearon como lunas cuando del baúl abierto salieron decenas, quizás cientos de mariposas de un añejo color naranja, pequeñas alas de pergamino. Batidas con fuerza fueron deshaciéndose en el aire tras años de letargo, y sus restos de vida incandescente fueron a posarse, delicados, sobre los hombros de ella. De su nariz escapó un estornudo. Bailaron con el polvo los restos de alguna mariposa.


Asomó al abismo del baúl, esperando cualquier cosa. Cualquier cosa excepto la banalidad de aquellos cuadernos, más ancianos probablemente que el mismo Tiempo. Bajo la tapa, en letras garabateadas con prisa, de una profunda tinta negra, cuatro palabras: El baúl de Sara.


No sin cierto temor, metió la mano en aquella garganta y sacó un cuaderno al azar. Era azul, un azul grisáceo, azul del cielo cuándo se estrella contra los bordillos en días de niebla. No era mucho más grande que la palma de su mano. Pasó un par de páginas, Fragmentos de teatro; un par de páginas más, y encontró el primer relato. El primero de muchos de los días de lluvia que seguirían.


Fermín cruzaba las calles desiertas, acompañado sólo del viento y vistiendo todavía su traje de payaso. En otros tiempos, no hacía tanto, había sido sin duda motivo de orgullo, pero hoy parecía más bien que el traje le llevaba a él, y no al revés. Había perdido el brillo, y los colores eran ya un lejano recuerdo de lo que fueron.


Caminaba con las manos en los bolsillos y la mirada gacha, propia del payaso triste que nunca había sido, y la ciudad sólo le devolvía el eco de sus propios pasos.


Fermín lloraba lágrimas amargas, que caían veloces por sus coloreadas mejillas, en las que aparecieron de repente mil caminos de raíces acuosas y transparentes.
Toda la rabia que nadaba en su cuerpo se convirtió en enjambre colérico y voló hasta los dedos de sus pies; furioso pateó una piedra blanca del camino con la punta de sus enormes y desteñidos zapatos.


De pronto, para asombro de Fermín, cuya boca delineada con carmín liberó un suspiro sorprendido, la piedra que se levantó en el aire lo hizo para no volver a tocar el suelo, y su rugosa superficie se convirtió en blanca flor, y esta en ligera pluma.


Era sin duda la pluma más hipnotizante que el payaso había visto. Hizo un par de cabriolas en el aire para terminar posándose en su nariz escarlata. Fermín bizqueó los ojos e intentó atraparla.


Su mano se cerró, vacía, en el aire.


Una ansiedad descorazonada se apoderó de él, corzo enervado por el ruido de las horas. Se descubrió anhelando acariciar aquella pluma entre los dedos. En cuestión de segundos, su mente la había convertido en objeto de todos sus deseos. Allí estaban, ambos danzando en una lucha coreografiada, alejándose y acercándose, rompiéndose en cada inexistente embestida. Fermín se adentró por las calles; el payaso que una vez había sido hombre persiguiendo a la pluma que una vez había sido piedra. Conseguía tenerla a un instante de sus dedos, y justo entonces, cuando parecía que podría atraparla, volvía a alejarse bailando, dejando claro que nunca, nunca, nunca, pasase lo que pasase, podría alcanzarla, que jamás lograría siquiera rozarla.


Pasaron horas antes de que el payaso, con un cielo sobre su cabeza que le pareció de plomo, decidiera darse media vuelta y marchar hacia su inexistente destino, simplemente vagando sin rumbo por aquellas calles de soledad. Pero al hacerlo, pudo ver de reojo como la pluma se paraba y comenzaba a seguirlo. Cada vez que se giraba, pensando que, quizás, despistada, podía atraparla, ésta comenzaba a revolotear de nuevo, intentando atraer al payaso otra vez hasta su infinito juego de roces imperceptibles.


Finalmente, la pluma también comprendió que no podría mantener a Fermín en el fuego de aquel tira y afloja para el resto de sus segundos. Y entonces ambos entendieron que podían estar juntos siempre que la pluma no huyese y que el payaso no intentase atraparla. Podrían andar uno al lado del otro, ella apoyándose ligeramente sobre sus dedos o sus hombros. Un contacto ínfimo en aquella hiedra infinita que los había ligado a los dos, tan juntos.


Siguieron andando, tocándose ligeramente, sin miedos o provocaciones, hasta que los vientos de la noche acogieron a Fermín en sus entrañas y lo convirtieron en mil plumas de colores, que bailaron eternamente alrededor de una pequeña pluma blanca.


Apenas ocupaba un par de páginas,así que siguió leyendo, acariciando las hojas como si pudiera notar todas las plumas deslizándose sobre sus largos brazos de petirrojo.

El siguiente relato hablaba de un soldadito de plomo que, aún habiendo nacido soldado, cada noche soñaba con ser funambulista y se escapaba de su caja para hacer equilibrios sobre los finos hilos de luz que tejía la luna entre los balcones.

Ante aquellas páginas la descubrió la noche; el sueño la venció y se la llevó con él, meciéndola en su cuna de estrellas y cerrando aquellos párpados pesados sobre sus ojos de cierva.