martes, 15 de septiembre de 2015

A Marlene, la puta del ático.

Fue mi primer amor. Acabó mal, como deben acabar todos los primeros amores; porque ella ya no me quería, y yo moría por Marlene todas las noches para volver a conocerla en su infinidad cada mañana. No la odio. Ya no puedo leer a Walt Whitman, que es mi poeta favorito, porque me recuerda tanto a ella; he dejado de escuchar a Chuck Berry, y lloro cada vez que alguien pide helado con sabor a limón, pero no la odio. Aunque tal vez la odio. La odio.

¿Por qué dejó de ser feliz? ¿Por qué ya no sonreía cuando echaba a correr detrás de las palomas? ¿Por qué mi mano dejó de ser suficiente para agarrarse a la vida?

Y me odio. ¿Cómo pude perder su doble sonrisa para siempre? ¿Cómo pude no darme cuenta de que sus silencios estaban vacíos? Perdí tanto tiempo amando sus lunares, sus estrías, sus secretos ocultos bajo la tenue sábana del día a día, ciego. Y ahora será de otro, como antes de mis besos, y pienso que no llegué a conocerla nunca. Pienso que escapó cuando creyó que intentaba domarla; que yo solo quería volar a su lado, pero que quizás lo intenté, quizás intenté domarla sin darme cuenta. Amo ese lado salvaje de Marlene, con su melena felina y sus piernas felinas, y ese andar delirante que tiene. Odio ese lado salvaje de Marlene ahora que no es mío. Siempre fue tan egoísta. Mi madre me lo decía, me decía las mujeres así traen siempre la felicidad más efímera y el dolor más amargo porque no miran por dónde pisan, solo miran a dónde quieren ir. No quise escucharla, porque la felicidad efímera que traen las mujeres-Marlene es la más adictiva que he conocido nunca, la más real. Luego, cuando llegó el otoño, pensé que el dolor valdría la pena. Que aquel calor de antaño lo compensaría todo. Siempre. Pero la odio. Ella ya no quiere oírme ni mirarme ni recordarme y mi voz la busca en la noche para abrazarla como antes. Pero ella ya no me quiere, ya vuelve a ser feliz, y la odio.

La recuerdo natural, brillante, con sus recias manos comprando un domingo las últimas cerezas del verano, que se llevaba a los labios; el hueso de la cereza deslizándose entre sus dientes como un xilófono de amor y de muerte. Y sus ojos. Ojos negros que erigí como mi dios único y verdadero en cuanto tuve la suerte de encontrármelos. Que me dejaron tocado para siempre.

Marlene, te bajo de los cielos, te necesito excomulgada de tu propia religión, de la fe divina que creaste sin quererlo y en la que he pasado toda mi vida, que empezó contigo. Te quiero en la tierra, Marlene, real tú y yo realista, para odiar tus lunares, tus estrías, tus secretos ocultos bajo la tenue sábana del día a día... Para odiar tu risa y que te ahogues en mi pena salada.

Marlene...

Marlene, bruja y pitonisa. Estabas cansada, sintiendo tu corazón tan lejano y nuestro primer beso tan lejano; preparada para conocer el mundo que venía después de conocerme. Marlene. Puta. Sibila. Siempre supiste que te irías volando algún día, y me miraste a los ojos, diosa, divina, y te creí todas las veces con la fe ciega de los devotos. Todo por tus ojos, Marlene.

Necesito pensar que no existe otro universo en el que estemos juntos, que no existe tampoco un lugar en el que nuestro pasado se siga repitiendo, eterno. No conozco los silencios que lo expliquen todo, ni las miradas salvadoras; solo esta soledad oscura y húmeda que me ha devorado el alma.