lunes, 19 de diciembre de 2016

He soñado que

En un café, media tarde. Fuera hace frío y en el cielo hay nubes de tormenta, pero dentro todo es de color ámbar. Sentado en un sofá bajo de cuero marrón, en el centro del café, está Roberto, sin zapatos. La puerta de cristal se abre, repiquetea la campana del marco. También hay colgado un muérdago, pero nadie le hace caso. Entra Alejandra y por un momento parece que el gris de la calle va a devorar el cálido interior, peleando alrededor del cuerpo de la chica, pero entonces la puerta se cierra y la guerra se acaba, sin más. La gente que había vuelto la cabeza al escuchar la campana deja de mirarla. Alejandra lleva un chaquetón de pelo negro enorme, tres veces más grande que ella; siete veces más grande. El pelo corto, liso, a la altura del mentón, se mueve al ritmo de sus estrictos pasos, que van directos hacia la mesa en la que lee Roberto.

―He soñado que no recordaba tu rostro ― y se sienta justo enfrente.

―Eso no tiene sentido ―sin levantar la mirada para observarla.

―He soñado que te andaba buscando por un pasillo larguísimo, lleno de habitaciones, y cada puerta parecía una estantería repleta de libros. 

―¿Cómo recuerdas a alguien cuyo rostro no recuerdas?

―No lo sé, pero no recordaba tu cara y te buscaba a ciegas, como una loca, y me emborrachaba entre los brazos de cualquier hombre con mirada de pozo, como los tuyos. Y entonces me fijaba en sus brazos y sabía que no eras tú.

Al oír eso Roberto levanta la vista. Tiene los ojos fríos como cristal, como el cielo. Lleva un jersey gris de lana que le da un poco de calor, y al arremangarse sus brazos aparecen morenos, pero de un moreno cualquiera, solo un par más de brazos cualquiera.

―¿Por qué por los brazos? ―Y frunce el ceño cuando la mira, y los ojos se le astillan por dentro.

―No lo sé; uno llevaba una televisión tatuada en el antebrazo y de pronto las ventanas estallaban como pantallas sin señal, y yo sabía que aquel tampoco eras tú. 

―Yo no veo la tele.

―Igual por eso supe que no eras tú. Estaba a punto de besarle, porque no recordaba tu cara pero tenía tus labios.

―No me dejas leer, Alejandra. Llegas tarde, ya no te esperaba.

Alejandra, al camarero:

―Un té negro con limón, por favor. Siento haber llegado tarde.

―Ten cuidado, yo he soñado que un tigre te comía los ojos y vivías en la oscuridad el resto de tu vida. Entonces tampoco podrías reconocerme mirándome los brazos.

―Te dejaste abierta la ventana al irte, se han volcado las pinturas y mi salón parece una primavera.

―No te conozco todavía; creo que quiero estar aquí. O no. No estoy seguro. Desde que llegaste estoy tan confuso. ¿Y si quiero irme?

―Entonces levántate y vete, ¿no?

Roberto apoya las manos sobre las rodillas, toma aire y mira al techo, sus ojos un poco más oscuros. Se calza las sandalias, aunque fuera llueve, y dejando el libro encima de la mesa se levanta y se va.

―Su té, señorita.

La taza es negra; Alejandra la toma entre sus manos y da un sorbo mirando el espacio dolorosamente vacío. 

Y el tiempo se para.