jueves, 12 de enero de 2017

Mujer sin alcuza

Parece que lleva en ese autobús toda su vida. Van pasando las noches, y pasan los días, y su única compañía son mil soles y mil lunas, y ese conductor silencioso que no habla, que no dice nada. Ha atravesado túneles eternos, ha cruzado montañas, ha recorrido enteras ciudades vacías, para llegar siempre al mismo sitio, que es ningún sitio.
A veces el autobús ha parado y ella se ha levantado, ha atravesado el largo pasillo y ha llegado a la puerta, que estaba abierta. Y el conductor la ha mirado, como siempre sin decir nada. Y no puede bajarse, no puede abandonar el autobús. Se detiene ante la puerta y mira hacia fuera pero no se baja, no puede bajarse. Igual tiene miedo. Ese autobús es lo único que recuerda.
A veces, apoyada en el cristal la mejilla, cree ver su reflejo, oscuro y cruzado por las luces de las farolas, pero respira y su reflejo se empaña: ha acabado por olvidarse de su cara.
También, a veces, loca de ansia y de ira, se ha acercado al conductor eternamente en silencio y le ha gritado que pare, que estrelle en cualquier muro ese monstruo sin finales, que lo despeñe, que la deje irse. Y se ha rasgado los vestidos, ha chillado hasta quedarse afónica, se ha llevado a la cabeza las manos y de rodillas le ha llorado, le ha suplicado que pare. Cuando esto pasa el conductor frena el autobús, la mira y abre la puerta, que da siempre a mitad de la nada; ella recoge del suelo los pedacitos de alma que se le han caído, mira hacia fuera, y vuelve cansada a su asiento.
Nunca tiene hambre, nunca tiene frío; nunca se pregunta qué le impide bajar del autobús.
Llévame a la playa que huela las olas, grita desde el final de la bestia, encogidas las rodillas, y el autobús se pone en marcha hasta llegar al mar. La luna tiembla en el agua. 
Las ruedas, pesadas, tocan la arena por primera vez y siguen rodando, y los focos retan a la luna bailando en la superficie de la espuma. Siguen rodando y las olas salpican los bajos del autobús, que tiene medio cuerpo dentro y medio cuerpo fuera del agua. La puerta se abre y el olor a mar inunda los pasillos y los asientos, y el salitre se le pega en la piel. Avanza a oscuras, de memoria, hacia las puertas que la separan de todo. Aquí ella y allí el mundo. 
Lola, Lola bonita, hoy no mira al conductor, hoy con cuidado se descalza, y se sienta en los escalones para con sus pies acariciar el agua. La marea sube y ahora es el agua quien la acaricia a ella, las pantorrillas, los muslos, el ombligo... El autobús comienza a hundirse, pero no pasa nada.

Lola es un pez y se aleja nadando de la bestia hacia las profundidades.