martes, 20 de mayo de 2014

La noche más larga

El tren iba deprisa; dejaba rápidamente atrás casas, árboles, parques, recuerdos, soles, tardes, noches… En el hilo musical se oía, de manera casi imperceptible, Belle & Sebastian. Él llevaba en la mano su billete, de ida. Lo movía y lo giraba sin parar, nervioso; las lágrimas aflorando a sus ojos. Cuando le comenzaba a temblar el labio lo atrapaba con sus dientes, entre reproches, como un niño al que acaban de pillar con las manos en la masa. De un súbito parpadeo dos lágrimas cayeron por sus mejillas. Eran lágrimas de mar, calmadas pero que vaticinaban pronta tormenta. Las enjugó con el dorso de la mano libre, mientras en la otra el maltrecho billete perdía su paralelismo y se iba convirtiendo, poco a poco, en un fútil papel arrugado. Para cuando llegó el revisor, la angustia había dejado paso al desasosiego, y no comprendió el porqué del indecible billete. El hombre, con su oscuro y sobrio traje de revisor, se quedó mirándolo: sus ojeras, que acentuaban sus ojos marrones, los cuales yo juraría haber visto verdes en alguna ocasión, el pelo negro y desordenado, la camiseta de The Velvet Underground, arrugada como resultado de pasar días en el fondo del armario. No hablaba; se le había roto la voz. Al no saber eso, el revisor lo halló especialmente antipático. Él siguió su camino, tren arriba, como cada día; y dejó al joven de los ojos tristes solo. Otra vez. Apoyó la mano en la ventana. El cristal estaba insultantemente frío. Recordaba que al dejar el andén caía sobre los hombros un sol ardiente. Ella no había aparecido, aunque tampoco lo había esperado. La semana anterior no los separaba nada. Ahora lo hacían un par de pueblos. Dentro de unos días sería un océano entero y los infinitos segundos entre aquel momento y su último adiós. Es curioso, pensó, cómo un instante puede resultarnos tan real y tan cercano y que sin embargo no vaya a repetirse jamás. Es curiosa la consciencia que tenemos de desplazarnos en el espacio y sin embargo el humillante desprecio que sentimos al pasar impasibles por el tiempo. Hace apenas una hora estaba en Valencia, en la estación. Lo recuerdo; ha pasado. Pero se ha acabado. Existía pero ya no volverá a existir. E, igual que este, todos los instantes que quedan por llegar los dejaré atrás. El tiempo se marchita. Estamos abocados, de forma insalvable, a la nada; a ser el eco de recuerdos en el tiempo y desaparecer después, cuando hayamos caducado. Un momento pasa y se pierde para siempre, y yo no puedo hacer nada; se recriminó en silencio; no pude hacer nada. Pero ya no hablaba del tiempo, sino de ella, la que había sido el amor de su vida y no volvería a serlo más.Conforme fue cayendo la noche fueron cayendo los abanicos de sus pestañas y a Jorge le arrastró lejos de la corriente de sus pensamientos un sueño infinito.

Años más tarde, cuando el pasado había caído en el olvido sin oportunidad de ser rescatado, Jorge abrió la ventana de su entonces nueva y más tarde vieja casa a las afueras de Yorkshire. Lo saludó una fría mañana bañada de colores y el exultante aroma que tenía la Nada. Besó a Hellen, su mujer. La había conocido tiempo atrás, poco después de su llegada a Reino Unido, en el hostal en el que él se alojó y donde ella trabajaba. Ahora Jorge era Community Manager y, como ganaban suficiente dinero, Hellen por fin se había decidido a montar un restaurante. También besó a los niños, que seguían profundamente dormidos. Apenas acababa de amanecer, pero el trabajo estaba lejos y Jorge prefería coger el tren. Le encantaban los trenes. A su primera novia la había conocido en la estación, cuando él volvía de un viaje cargado de maletas y ella, que era activista de cruz roja, no tuvo ningún miramiento en pararle en mitad del andén, incluso aunque estuviese cargado y mantuviera el equilibrio con gran dificultad. También se despidieron allí por última vez, aunque ya nunca pensaba en eso. Era temprano cuando llegó a la estación, lejos del centro y lejos de su casa y lejos de cualquier sitio que pudiese ser catalogado como “sitio”. Pese a estar en mitad de la nada, Jorge la prefería. El silencio no existe. Es un invento, un refugio metalingüístico para los que temen a la nada. Porque el silencio no es más que eso, Nada. Y la Nada, aunque suela negarse, es algo. Y a Jorge le gustaba ese ruido al que todos llamaban silencio. Llegó el tren, levantando ventoleras y haciendo alborotar a las palomas; consiguiendo que los hombres que esperaban apretasen su maletín con fuerza y diesen un paso atrás, sin pararse por un segundo a contemplar la belleza de aquel momento de la madrugada. Casi todos tenían un móvil en la mano. Jorge pensó que se estaban perdiendo muchas cosas, que probablemente pensasen peor, o como mínimo que pensasen menos. Se sentó y cerró los ojos, y mecido por el tren llegó al centro de la ciudad. Hubo alguien sentado en los bancos de enfrente de la estación que, de repente, le llamó la atención. No fue alguien, fue su vestido rojo, sus zapatos rojos y su bolso rojo. Fue ella.
—Hola.
Lo dijo con la misma boca de fresa que besó la última vez en un recuerdo que había olvidado.

El silencio existía, y era atronador.





2 comentarios:

  1. Escribes realmente bien, es un relato conmovedor y excitante. Muy limpia la narración, y un sentimentalismo dulce que no llega al extremo barroco-empalagoso de tantos otros blogs (entre los que incluyo parcialmente al mio). Me ha gustado mucho Sara, tendré que echarles un vistazo al resto de entradas porque tienes un gran talento.

    La frase final es casi mágica. Un abrazo.

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    1. Muchísimas gracias, así no pierde una las ganas. Cada mensaje de estos justifica absolutamente todos los minutos apuntando ideas sueltas en la libreta de notas. Ahora miraré tu blog y echaré un ojo, que las autocríticas suelen ser siempre bastante subjetivas.

      Otro abrazo para ti :)

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