Ojos negros como pozos infinitos
mirada descarriada de locura amarga
sobre tus hombros una enorme carga
y tú y yo aún más distintos
Ebrios vapores de la noche enfurecida
a los que te abrazas con desidia
te acunas en su fermentada caricia
en una entrega de tu mente desmedida
Y por las mañanas el mundo se deshace
y por las tardes el mundo te acobarda
y por las noches otra vez ojos negros de azabache
Asustado ante el universo que se agranda
deja de vagar por sendas kamikazes
vuelve a aquel recuerdo que te extraña
Escribir es un gesto de resistencia; te agarras al bolígrafo para agarrarte a la vida. Escribir es la ley que permite la transgresión.
domingo, 12 de mayo de 2013
HISTORIAS ATRAPADAS EN UN CHARCO DE LLUVIA
PELDAÑOS (II)
Quebraban albores y una luz mortecina
de sábado ceniciento recorría curiosa y juguetona cada recoveco de
mi habitación, incluso el más secreto, dotándolo todo de una
atmósfera etérea que amorataba las paredes blanco hueso del cuarto;
las cortinas de color verde oliva bailaban al ritmo frenético de la
brisa caprichosa.
Me erguí sobre un codo y contemplé
algo que bien podía resumir como Caos: Caos en los apuntes que
dormían abrigando el escritorio, Caos en la amalgama de ropa que
invadía la butaca de la esquina, Caos en las mochilas, bolsas y
zapatos que cubrían -y casi escondían- un suelo de parqué, Caos en
las constantes cruces que llevaban la cuenta de los días en el
calendario... Las vistas eran buenas, muy buenas de hecho, había que
reconocerlo. No tanto como las de aquella casa de Ashbourne, o esa
otra en la que estuvimos sólo un par de semanas desde la que se
veían el mar y un imponente y protector faro, ¿Dónde estaba? ¿A
Coruña? Creo que si, la Torre de Hércules se llamaba; pero en fin,
estas tampoco estaban nada mal. Mi ventana se convertía -sobre todo
a estas horas enturbiadas de la madrugada- en un mirador que mostraba
tímido todos los encantos de Isle of Skye, montañas enteras
luciendo sus majestuosas capas verdes e infinitas y un cielo gris
tormenta que por las mañanas le mordía a una las mejillas. El
colegio más cercano estaba a tres cuartos de hora en autobús,
aunque después de más mudanzas de las que quería recordar había
decidido estudiar en casa. Mamá decía que era lo mejor. Yo lo
dudaba, pero estaba cansada. Cuándo bajaba al comedor a reclamar por
mi vida social, atrofiada y agonizante, ella se escondía detrás de
sus copas de cristal de bohemia importadas desde Italia y murmuraba,
-Rebeca cielo, deja de revolotear y
sube a cambiarte, van a llegar los señores Murray y quiero que todo
esté perfecto.
Y así zanjaba el tema; siempre había
unos señores Murray o Romero o Cuicchi para los que todo tenía que
estar perfecto; aunque en el fondo todo estuviera desmedidamente
imperfecto. Mi padre no tocaba el tema. Haz lo que prefieras, decía.
Nunca estaba en casa, y cuando lo estaba era sentado en aquel sillón
granate con aire de suficiencia que había recorrido medio mundo. Se
dejaba caer, suspiraba, un suspiro profundo cuya finalidad era
alejarse del día, y se escondía detrás de un periódico que le
dejaba los dedos manchados de tinta. Cuando venían los señores Tal
de turno, se lavaba las manos y, despistado y dócil, se dejaba guiar
por las manos expertas de mi madre, que le anudaban la corbata
caldera, preparaban diestramente la mesa y azuzaban con fiereza a la
pobre Pancha Gómez, que defendía su cocina. Pancha era la señora
del servicio, era sudamericana, siempre eran sudamericanas. Había
llegado a escocia hacía más de treinta años, pero su acento era
pésimo y cuando hablaba -tanto en inglés como en castellano- su
barbilla temblaba compungida por la edad y sus ojos brillaban con la
sabiduría de diez lustros. Me caía bien esta Pancha. Me atrevería
a decir que incluso mejor que mi madre. No la quería más pero me
caía mejor. No soportaba a mi madre, de veras.
Napoleón, un gato callejero tiznado de
negro que había encontrado durante un paseo extraviado que me llevó
al Trastevere, en la época que pasamos en Roma, se desperezó a los
pies de mi cama de sabanas eternas. Adoraba ese gato. Todo cambiaba,
no parábamos, era una desconocida en cualquier sitio, pero Napoleón
siempre seguía a los pies de cualquiera de mis camas, desperezándose
por las mañanas con una boca que anhelaba la fauce del león. Le
llamé Napoleón porque tenía problemas de estómago, como dicen que
le pasaba al emperador -al parecer ese era el verdadero motivo de que
saliese con la mano reposando en el abdomen en casi todas sus
pinturas-. Lo tomé en brazos y me levanté, y las sábanas eternas
resbalaron por mi cuerpo y cayeron al suelo, contribuyendo un poco
más a aumentar el caótico caos.
Dejé que las cortinas siguieran
danzando y taché con un rotulador verde el día 21. Aquel mes todos
los días eran verdes, y el mes anterior y el anterior. No solía
pasar con frecuencia, un trimestre entero tachado con el mismo color.
Acostumbro a cambiar de rotulador cada vez que nos mudamos, y así
consigo un esquema cromático bastante exacto. Es por eso que mi
calendario termina siempre pareciendo los restos desordenados de una
lucha entre arco iris.
Bajé descalza las escaleras, con el
gato en brazos, sólo porque sabía que mi madre lo detestaría.
Quizás así consiguiera algo más que un “Rebeca recoge tu
habitación que va a llegar el señor Atchinson y quiero que esté
todo perfecto”. El señor Atchinson era mi profesor de piano; venía
todas las mañanas de sábado y pasaba conmigo dos horas tempestuosas
en las que me taladraba con su acento escocés. Mi madre -aquella que
apenas me daba un beso de buenos días por las mañanas- se había
empeñado años atrás en que aprendiese piano, al parecer era algo
refinado y de muy buen gusto. Así que bajé y allí estaba Adela, mi
madre, con su melena rubia, polioperada, ojos zafiro y aquella bata
de seda rosa que tanto le gustaba.
-Rebeca cielo, mil veces te he dicho ya
que te pongas las zapatillas para estar por casa, ¿Qué va a pensar
Pancha de ti si te ve así? Por el amor hermoso Rebeca cielo, ¿Dónde
va a pensar que te has criado?
-Buenos días a ti también mamá. ¿Y
papá?
-Está leyendo el periódico, no le
molestes hija -efectivamente ahí estaba mi padre, hundido en su
sillón y enfrascado en la lectura-. Por cierto -e hizo una breve
pausa dramática muy típica en ella- hoy no viene el señor
Atchinson.
-¿Y eso? -me estaba poniendo un poco
nerviosa, mi madre era con los horarios de un riguroso exquisito-.
-Tenemos que hablar de unos asuntillos,
nada serio, un par de asuntillos.
Se me vino el mundo encima. Un par de
asuntillos. Cada vez que mi madre decía esa frase la casa se
envolvía en un frenesí que significaba que nos volvíamos a mudar.
Me quedé lívida, blanca como la luna. El silencio debió ser tan
tenso que Pierre, mi padre, asomó su cara engalanada con bigote
francés por un lado del periódico y se vio obligado a concretar,
-Nos volvemos a mudar hija; han salido
negocios importantes en Alemania, así que nos vamos.
Lo sabía. Tenía que pasar. Demasiado
tiempo llevábamos ya aquí, ahora que me estaba acostumbrando, y que
medio conocía a unas cuantas chicas del taller de corte -si, mi
madre también pensaba que la costura era algo refinado y de muy buen
gusto-. No me dolía dejarlas a ellas, pero me había supuesto un
esfuerzo tan grande acercarme a hablarles ¡Romper mi círculo de
marginada era algo que me costaba! Pero a ella le daba igual. Suponía
que si se había casado con papá era por eso. Él era jefe de
distribución: proveía hoteles, perfumerías particulares... No
paraba, su casa era el mundo, y el mundo lo entendía y lo respetaba,
y mamá adoraba ser adorada allá dónde pisaba, se comía con la
mirada cada salón en cuanto llegaba, se los metía en el bolsillo,
le encantaba que le bailaran el agua. A mi me costaba. No es que
fuera tímida, es que había aprendido que con tanto ajetreo era
mejor no encariñarse con la gente, porque entonces cada despedida
era peor, y llegó un momento en el que me levanté una mañana y,
por pura inercia, dejé de querer caerle bien a los demás. Ni bien ni
mal. Me sentaba en una esquina en el fondo de la clase y dejaba que
mi lacia melena negra me escondiese de los demás y me hiciera pasar
desapercibida, y sólo de vez en cuando me echaba el pelo detrás de
la oreja dejando al descubierto una mejilla cetrina y unos ojos color
aceituna. Alemania. Uau. En fin.
-Voy a decirle a Pancha que me haga
unas tostadas -dije desganada-
-Bien cielo, y luego coge las cajas que
hay en el trastero y ves guardando tus cosas, son unas preciosas de
color coral con mariposas, te van a encantar -contestó mientras se
alejaba-
Prácticamente había desempaquetado
todo hacía una semana, soñando con un poco de rutina, que rabia.
-¿Tengo que empezar ya? ¿No puedo
aprovechar la mañana? Se ha quedado un sábado precioso, ¿cuándo
nos vamos?
-Mañana -canturreó desde el baño-.
Solté a Napoleón del asombro, que se
marchó bufando y con una mirada indignada de reprobación en los
ojos. Mañana. Casi inconscientemente anduve hacia la puerta,
majestuosa y enorme, y salí fuera, a aquella mañana de ojos tristes
de despedida. Como iba descalza el rocío de la mañana que perlaba
la hierba me mojó los pies. Fue un escalofrío cálido, como un
abrazo que me daba la llanura antes de irme. Apenas una lágrima
tímida se asomó a mis ojos,
pero allí se quedó. Demasiadas veces había caído en vano,
evaporándose en la infinidad de mis mejillas.
-Lo
importante está oculto entre la realidad -me repetí como tantas
otras mañanas de hasta siempre.
El
día pasó como una nebulosa despechada, entre acciones mecánicas
incontables veces repetidas. Cajas. Recuerdos. Zapatos. Libros.
Colecciones empezadas. Postales... Pancha me abrazó mientras la pena
le desbordaba los ojos y yo lo sentí, lo sentí muchísimo, pero fui
incapaz de derramar una lágrima. Me acosté con un abismo en el
pecho, mientras los rayos de luna acariciaban mi pelo y el viento me
cantaba inconscientes nanas de besos escapados.
Me
desperté sobresaltada y entre sudores. Miré mi reloj. Eran las 6 de
la mañana del domingo. Debí haber soñado algo que me asustó. El
corazón me golpeaba furioso contra las sienes. Intenté relajarme y
perdí la mirada entre las colinas de Isle of Skye; estaba a punto de
amanecer. Napoleón se revolvió intranquilo a mis pies. Suspiré,
iba a ser otro día duro.
miércoles, 1 de mayo de 2013
HISTORIAS ATRAPADAS EN UN CHARCO DE LLUVIA
PELDAÑOS ( I )
El tío ni siquiera me miraba. Mantenía
la vista al frente, intentando ver algo a través de la bruma.
Llevaba el labio partido y el cuello de la camisa manchado de sangre,
las manos se aferraban crispadas al volante. La vena de la sien se le
había hinchado, como siempre que estaba enfadado por algo y en su
mente estaba teniendo contigo una discusión tremenda; pero no decía
nada, el tío no soltaba prenda. Miré el reloj, eran las 5:47 de la
mañana. Hay que ver cómo había degenerado la noche. En un
principio la idea era salir a tomar algo de tranquis y volver a casa
temprano, lo suficiente como para que mamá y Carlos aún no hubieran
llegado, y en vez de eso habíamos terminado en uno de aquellos Coco
Loco gigantes, con cubatas a siete euros, música mala a todo
volumen, tías estrechas y unas letras de neón color rosa puticlub,
que estaba a tres cuartos de hora en coche del pueblo, y eran las
5:47 de la mañana.
Volví a mirar a Fabián, la sangre del
labio se le había secado, aunque difícilmente saldría de la
camisa, y con más dificultad aún conseguiría disimular ese ojo
morado aunque...¿Qué coño? Él se lo había buscado, yo también
llevaba la cara hecha unos cristos y no me iba quejando...!Y todo por
su culpa! Si es que quién le mandaba meterse dónde no le llamaban,
y encima replicando, este chico es que no sabe beber. Bien pensado,
si yo hubiera sido el novio de la otra también le hubiera soltado
una hostia, pero es que Fabián, con eso de que se ha puesto
cicladísimo, está de un subido que no hay quién pueda; contra el
notas aquel solo claro, pero cuándo han aparecido los otros tres
debería haberse dado media vuelta. Y a mi quien me llama, si no
valgo para ésto, sólo iba a recibir, estaba claro... El
cuentakilómetros marcaba los 150 km/h.
-Fab, tío, oye relájate, ¿me oyes?
-Y su pie apretó violento el acelerador; nos pusimos a 190-. Por el
amor de Dios Fabián tranquilízate ¿vale? Nos han zurrado tres
ciclaos de discoteca, si, un corro de niñas pijas se nos ha reído
en la cara, también, se nos va a caer el pelo cuando lleguemos a
casa, es cierto; pero joder tío, vas tan ciego que mañana ni te
acordarás, ¿qué coño importa?
-¿Que qué coño importa? -Y giró la
cabeza, clavándome una mirada gélida de ojos negros, sin soltar el
acelerador- ¿¿Que qué coño importa?? -Y su voz subió de tono
empujada por su orgullo- ¿¿¿Que qué coño importa??? -Y la vena
de la sien le palpitó ferozmente; volvió a mirar hacia la
carretera.
No supe muy bien si era una de esas
preguntas retóricas, una de esas que no hay que contestar, pero
joder, el tío ya me estaba tocando las narices. Volví a mirar el
reloj. La luz de la esfera digital bañó el interior del coche de un
tenebroso color azulado, eran las 5:52. Bajé el visor del coche .
Unos cuantos papeles me cayeron en el regazo, tickets, tarjetas de
aparcamiento, descuentos... Este tío tenía que tener síndrome de
Diógenes, en serio. Me miré en el espejo intentando abrir al máximo
mi ojo derecho, que me latía al ritmo del corazón. La hostia, ¡si
llevaba yo la cara peor que él! Tenía el ojo hinchado de cojones, y
cuanto más corría más rápido me latía. Este hijo de puta me
estaba empezando a poner muy pero que muy nervioso, en serio.
-Fabián joder ¿quieres levantar el
puto pie del acelerador, por Dios vivo, que nos vamos a matar? No
seas crío por favor -odiaba que le llamasen crío, era algo que le
sacaba de sus casillas-.
-¡Te he dicho cincuenta millones de
veces que no me llames crío! Y no seas nenaza joder, que no voy tan
rápido. Si es que eres una nenaza, sino fuera por eso no nos
hubieran dado semejante paliza. ¡Joder León hay que ver lo nenaza
que eres tío!
-¿Que yo soy una qué? -La
conversación se nos estaba yendo de tono, pero es que el tío se
estaba portando como un gilipollas, os lo juro- Mira Fabián si eres
un capullo que no sabe comportarse cuando toma dos copas no es culpa
mía, a ver a que santo tengo que ir salvándote siempre ese culo de
capullo que tienes. Joder.
-¿Tú eres idiota o que te pasa? Será
que no te he sacado yo a ti veces de marrones peores -Dos veces,
contadas, en serio, una vez el día que me enrollé con la novia de
Miguel Caballero, de 2º C, y la otra cuando le di con el coche a
unos imbéciles que estaban aparcados en frente de La Perla- así que
no vengas con mierdas abstemias, ¿me oyes?
Y no lo oí. Al menos no tanto como
aquella bocina estruendosa con voz de tenor. Por unos instantes nos
olvidamos de Coco Loco, de los mazados de Coco Loco, de las niñas
pijas, de la sangre y de las mierdas abstemias. En el calentón de la
bronca el idiota de Fab se había cambiado de carril. Un monstruo
rojo con pinta de camión se nos echó encima sin dejar de pitar.
Fabián dio un volantazo. Sonó la alarma de mi reloj. Eran las 6:00.
Lo último que pensé es que iba a caerme una buena al llegar a casa
por culpa de Fabián. Si no fuera porque el tío estaba mucho más
fuerte que yo le hubiera pegado dos hostias. En serio.
Chico, ¿estás bien? Mi amigo, mi
amigo está dentro del coche, yo, joder, joder. Tranquilo chico,
¿cómo has dicho que se llama, León? Si, joder, joder, oh Dios mío,
joder. León, oye, ¿me escuchas? No te duermas, tu amigo se queda
hablándote. Oye chico, tranquilo, la ambulancia ya está en camino,
procura que tu amigo no se duerma ¿vale? Joder León, lo siento, ¿me
oyes? Lo siento mucho tío, joder, joder, joder. ¿Dónde está el
herido? Está dentro del coche, el otro chico parece que no tiene
nada grave. Gerome, trae una camilla para el joven del coche, ¿cuál
es su nombre? Fabián Gutiérrez. ¿Y el de su amigo? León Ávalos.
Bien, ¿han hablado con sus padres? No, no los he llamado yo...
Dígales que se dirijan a La Fe. Chico lo siento, yo, por la bruma,
no os vi hasta que os tuve encima, ¿en qué ibas pensando chico?
Agente Gómez, el joven da positivo en el control de alcoholemia.
Joder, joder, joder, lo siento León tío, joder. Samanta el chico ya
está encamado, ha perdido el conocimiento. ¿Está en coma? Joder, joder. En seguida
subo al coche Gerome; agente si ya tienen lo que necesita nos
llevamos a los jóvenes al hospital, hay que asegurarse de que no
haya hemorragias internas. Si, por supuesto, nosotros ya hemos
terminado, Martínez nos vamos. Tranquilo chico, ya verás como tu
amigo se pone bien. Joder León, lo siento, joder...
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