Ariadna se paseaba nerviosa por los
pasillos del palacio. Cada paso suyo se multiplicaba por mil entre
las múltiples estancias vacías, que otrora dieron cobijo a las más
refinadas damas, a los más famosos escritores y a los mejores
músicos de toda Grecia, junto con cientos de criados que caminaban
todo el día de arriba a abajo encendiendo fuegos, arreglando
jardines, sirviendo mesas... Pero toda esa opulencia se había
marchitado a la vez que lo hacía su una vez joven y apuesto esposo,
Teseo.
Tras liberar al pueblo de Atenas del
yugo del minotauro prisionero en el laberinto de Dédalo, su padre,
el rey Minos, les había dado permiso a ella y a Teseo para marchar a
Macedonia, donde casarse y formar una familia. Una vez allí, Teseo
fue tratado de héroe y agasajado con los mejores regalos, pues su
hazaña había recorrido ya todo el territorio de grecia, y hasta el
mismo Zeus conocía y halagaba su mérito.
Fue entonces cuando, desde el Olimpo,
los dioses se pusieron de acuerdo y decidieron nombrar a Teseo
semidios, otorgándole el nombre de Teseo el ingenioso, que poco
después pasaría a ser conocido como Teseo el Dios del Ingenio.
Hizo el joven buenas migas con
Dionisio, que también hacía poco que residía en el Olimpo y el
cual no dejaba de narrar, una y otra vez, como había dado muerte al
enamorado Orfeo.
El liberador de Atenas comenzó
entonces, con ayuda de su nuevo amigo Dionisio, favorito del rey
Midas desde que le dio poder para transformar en oro todo lo que
tocara, a montar las mayores bacanales que se hubieran conocido jamás
en toda Grecia, con ríos de vino fluyendo en los jardines, comida en
abundancia repartida por todas las mesas de cada uno de los salones y
mujeres y hombres que nada tendrían que envidiar a Afrodita y a
Apolo corriendo desnudos por los corredores, amándose sin pausa
contra los tapices que adornaban las paredes representando historias
tales como la creación del universo, Cronos devorando a sus hijos o
Zeus repartiendo la manzana de la discordia y que ahora estaban
manchados de alcohol, lujuria y otros excesos.
Mientras tanto, la bella Ariadna, que
había sido criada en un ambiente sobrio y refinado, como era el de
Creta, se sentía extraña en palacio, una extranjera dentro de su
propio hogar. Se pasaba las noches en vela, llorando por su juventud
que se acababa, añorando los bucólicos paisajes en los que jugaba
con sus hermanas cuando era pequeña, imaginando como hubiera sido su
vida si algo hubiera cambiado, cualquier mínimo detalle, echando de
menos al hombre del que se enamoró y con quien comenzó una vida,
mientras el nombre de éste era gemido por muchachos y muchachas
durante horas.
Ariadna se asomaba a la ventana y veía
a lo lejos las cosechas, cultivadas sin descanso por campesinos que
apenas tenían para comer, mientras su cama estaba llena de colchas y
cojines tejidos con las más finas telas. Desde allí los miraba y
pensaba que aquellos campesinos no tenían nada y lo tenían todo y
ella, que lo tenía todo, no tenía en realidad nada.
Así transcurrieron varios años hasta
que la joven, que ya se había dado cuenta de que Teseo no iba a
brindarle la felicidad que le había prometido, decidió buscarla por
su propia cuenta. Escapó una noche, a caballo, proveída únicamente
de la luz de las estrellas que el cielo había derramado, mientras a
lo lejos se perdía el murmullo de las interminables fiestas de los
dioses del ingenio y el vino.
Pasaron días hasta que Teseo se dio
cuenta de que la hermosa Ariadna había huido sin decirle nada, en un
intento de recoger las flores que quedaban de su juventud, y cuando
por fin estuvo seguro de que Ariadna se había ido, montó en cólera.
Tal fue su ira que, encendido, golpeó al rey Midas, el cual a la vez
tocó a su hija, que acabó convertida en una estatua de oro.
Todo sucedió muy rápido a raíz de
ésto. Midas lo marginó socialmente. Su amigo Dionisio lo abandonó
entonces en busca de nuevos ríos de vino que no fueran a secarse.
La gente dejó de tratarlo como a un dios, y poco a poco su casa se
vació.
Cayó entonces Teseo en una terrible
depresión que lo tuvo en cama semanas, y sin apenas poder
alimentarse, enfermó mortalmente.
La noticia llegó hasta Frigia, un
lugar de doradas arenas pues Midas se había deshecho de su poder
lavándose las manos en el río Pactolus para devolver a su hija a la
vida. Casualmente allí había ido a parar también Ariadna, quien
había formado una familia con un cretense llamado Ícaro, al que una
vez todos creyeron ahogado en el mar.
Y así es como Ariadna, hija de Minos,
esposa de Teseo y amante de Ícaro había vuelto a recorrer de nuevo
los pasillos de palacio, ahora yermos y fríos.
Se acercó por fin a la habitación que
una vez compartió con Teseo. Tocó suavemente la madera con las
yemas de los dedos, acariciándola, recorriendo los tallados que la
adornaban, y entonces la empujó suavemente. La puerta se abrió con
un chirrido.
Allí estaba el joven, consumido,
perdido entre sus sábanas, con los pómulos hundidos y las manos
huesudas y afiladas, con una mirada que, al ver a Ariadna, volvió a
ser la del joven que había entrado años atrás en aquel laberinto
de Creta, con un sueño en la cabeza y un amor en el pecho.
La chica se sentó a su lado, acunó
sus manos en su regazo, le besó la frente y, cuando ya las lágrimas
se desbordaban de sus ojos, Teseo, cuya voz no escuchaba desde hacía
mucho tiempo, abrió los labios y suspiró más que dijo:
-Tempus fugit, amada mía, tempus
fugit.
Y así murió, arropado por Ariadna,
creyendo que volvía a ser un joven a las puertas de un laberinto y
que volvía a tener toda la vida por delante.
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