domingo, 13 de enero de 2013

La vida de Teseo


Ariadna se paseaba nerviosa por los pasillos del palacio. Cada paso suyo se multiplicaba por mil entre las múltiples estancias vacías, que otrora dieron cobijo a las más refinadas damas, a los más famosos escritores y a los mejores músicos de toda Grecia, junto con cientos de criados que caminaban todo el día de arriba a abajo encendiendo fuegos, arreglando jardines, sirviendo mesas... Pero toda esa opulencia se había marchitado a la vez que lo hacía su una vez joven y apuesto esposo, Teseo.
Tras liberar al pueblo de Atenas del yugo del minotauro prisionero en el laberinto de Dédalo, su padre, el rey Minos, les había dado permiso a ella y a Teseo para marchar a Macedonia, donde casarse y formar una familia. Una vez allí, Teseo fue tratado de héroe y agasajado con los mejores regalos, pues su hazaña había recorrido ya todo el territorio de grecia, y hasta el mismo Zeus conocía y halagaba su mérito.
Fue entonces cuando, desde el Olimpo, los dioses se pusieron de acuerdo y decidieron nombrar a Teseo semidios, otorgándole el nombre de Teseo el ingenioso, que poco después pasaría a ser conocido como Teseo el Dios del Ingenio.
Hizo el joven buenas migas con Dionisio, que también hacía poco que residía en el Olimpo y el cual no dejaba de narrar, una y otra vez, como había dado muerte al enamorado Orfeo.
El liberador de Atenas comenzó entonces, con ayuda de su nuevo amigo Dionisio, favorito del rey Midas desde que le dio poder para transformar en oro todo lo que tocara, a montar las mayores bacanales que se hubieran conocido jamás en toda Grecia, con ríos de vino fluyendo en los jardines, comida en abundancia repartida por todas las mesas de cada uno de los salones y mujeres y hombres que nada tendrían que envidiar a Afrodita y a Apolo corriendo desnudos por los corredores, amándose sin pausa contra los tapices que adornaban las paredes representando historias tales como la creación del universo, Cronos devorando a sus hijos o Zeus repartiendo la manzana de la discordia y que ahora estaban manchados de alcohol, lujuria y otros excesos.
Mientras tanto, la bella Ariadna, que había sido criada en un ambiente sobrio y refinado, como era el de Creta, se sentía extraña en palacio, una extranjera dentro de su propio hogar. Se pasaba las noches en vela, llorando por su juventud que se acababa, añorando los bucólicos paisajes en los que jugaba con sus hermanas cuando era pequeña, imaginando como hubiera sido su vida si algo hubiera cambiado, cualquier mínimo detalle, echando de menos al hombre del que se enamoró y con quien comenzó una vida, mientras el nombre de éste era gemido por muchachos y muchachas durante horas.
Ariadna se asomaba a la ventana y veía a lo lejos las cosechas, cultivadas sin descanso por campesinos que apenas tenían para comer, mientras su cama estaba llena de colchas y cojines tejidos con las más finas telas. Desde allí los miraba y pensaba que aquellos campesinos no tenían nada y lo tenían todo y ella, que lo tenía todo, no tenía en realidad nada.
Así transcurrieron varios años hasta que la joven, que ya se había dado cuenta de que Teseo no iba a brindarle la felicidad que le había prometido, decidió buscarla por su propia cuenta. Escapó una noche, a caballo, proveída únicamente de la luz de las estrellas que el cielo había derramado, mientras a lo lejos se perdía el murmullo de las interminables fiestas de los dioses del ingenio y el vino.
Pasaron días hasta que Teseo se dio cuenta de que la hermosa Ariadna había huido sin decirle nada, en un intento de recoger las flores que quedaban de su juventud, y cuando por fin estuvo seguro de que Ariadna se había ido, montó en cólera. Tal fue su ira que, encendido, golpeó al rey Midas, el cual a la vez tocó a su hija, que acabó convertida en una estatua de oro.
Todo sucedió muy rápido a raíz de ésto. Midas lo marginó socialmente. Su amigo Dionisio lo abandonó entonces en busca de nuevos ríos de vino que no fueran a secarse. La gente dejó de tratarlo como a un dios, y poco a poco su casa se vació.
Cayó entonces Teseo en una terrible depresión que lo tuvo en cama semanas, y sin apenas poder alimentarse, enfermó mortalmente.
La noticia llegó hasta Frigia, un lugar de doradas arenas pues Midas se había deshecho de su poder lavándose las manos en el río Pactolus para devolver a su hija a la vida. Casualmente allí había ido a parar también Ariadna, quien había formado una familia con un cretense llamado Ícaro, al que una vez todos creyeron ahogado en el mar.
Y así es como Ariadna, hija de Minos, esposa de Teseo y amante de Ícaro había vuelto a recorrer de nuevo los pasillos de palacio, ahora yermos y fríos.
Se acercó por fin a la habitación que una vez compartió con Teseo. Tocó suavemente la madera con las yemas de los dedos, acariciándola, recorriendo los tallados que la adornaban, y entonces la empujó suavemente. La puerta se abrió con un chirrido.
Allí estaba el joven, consumido, perdido entre sus sábanas, con los pómulos hundidos y las manos huesudas y afiladas, con una mirada que, al ver a Ariadna, volvió a ser la del joven que había entrado años atrás en aquel laberinto de Creta, con un sueño en la cabeza y un amor en el pecho.
La chica se sentó a su lado, acunó sus manos en su regazo, le besó la frente y, cuando ya las lágrimas se desbordaban de sus ojos, Teseo, cuya voz no escuchaba desde hacía mucho tiempo, abrió los labios y suspiró más que dijo:
-Tempus fugit, amada mía, tempus fugit.
Y así murió, arropado por Ariadna, creyendo que volvía a ser un joven a las puertas de un laberinto y que volvía a tener toda la vida por delante.

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