Quebraban albores y una luz mortecina
de sábado ceniciento recorría curiosa y juguetona cada recoveco de
mi habitación, incluso el más secreto, dotándolo todo de una
atmósfera etérea que amorataba las paredes blanco hueso del cuarto;
las cortinas de color verde oliva bailaban al ritmo frenético de la
brisa caprichosa.
Me erguí sobre un codo y contemplé
algo que bien podía resumir como Caos: Caos en los apuntes que
dormían abrigando el escritorio, Caos en la amalgama de ropa que
invadía la butaca de la esquina, Caos en las mochilas, bolsas y
zapatos que cubrían -y casi escondían- un suelo de parqué, Caos en
las constantes cruces que llevaban la cuenta de los días en el
calendario... Las vistas eran buenas, muy buenas de hecho, había que
reconocerlo. No tanto como las de aquella casa de Ashbourne, o esa
otra en la que estuvimos sólo un par de semanas desde la que se
veían el mar y un imponente y protector faro, ¿Dónde estaba? ¿A
Coruña? Creo que si, la Torre de Hércules se llamaba; pero en fin,
estas tampoco estaban nada mal. Mi ventana se convertía -sobre todo
a estas horas enturbiadas de la madrugada- en un mirador que mostraba
tímido todos los encantos de Isle of Skye, montañas enteras
luciendo sus majestuosas capas verdes e infinitas y un cielo gris
tormenta que por las mañanas le mordía a una las mejillas. El
colegio más cercano estaba a tres cuartos de hora en autobús,
aunque después de más mudanzas de las que quería recordar había
decidido estudiar en casa. Mamá decía que era lo mejor. Yo lo
dudaba, pero estaba cansada. Cuándo bajaba al comedor a reclamar por
mi vida social, atrofiada y agonizante, ella se escondía detrás de
sus copas de cristal de bohemia importadas desde Italia y murmuraba,
-Rebeca cielo, deja de revolotear y
sube a cambiarte, van a llegar los señores Murray y quiero que todo
esté perfecto.
Y así zanjaba el tema; siempre había
unos señores Murray o Romero o Cuicchi para los que todo tenía que
estar perfecto; aunque en el fondo todo estuviera desmedidamente
imperfecto. Mi padre no tocaba el tema. Haz lo que prefieras, decía.
Nunca estaba en casa, y cuando lo estaba era sentado en aquel sillón
granate con aire de suficiencia que había recorrido medio mundo. Se
dejaba caer, suspiraba, un suspiro profundo cuya finalidad era
alejarse del día, y se escondía detrás de un periódico que le
dejaba los dedos manchados de tinta. Cuando venían los señores Tal
de turno, se lavaba las manos y, despistado y dócil, se dejaba guiar
por las manos expertas de mi madre, que le anudaban la corbata
caldera, preparaban diestramente la mesa y azuzaban con fiereza a la
pobre Pancha Gómez, que defendía su cocina. Pancha era la señora
del servicio, era sudamericana, siempre eran sudamericanas. Había
llegado a escocia hacía más de treinta años, pero su acento era
pésimo y cuando hablaba -tanto en inglés como en castellano- su
barbilla temblaba compungida por la edad y sus ojos brillaban con la
sabiduría de diez lustros. Me caía bien esta Pancha. Me atrevería
a decir que incluso mejor que mi madre. No la quería más pero me
caía mejor. No soportaba a mi madre, de veras.
Napoleón, un gato callejero tiznado de
negro que había encontrado durante un paseo extraviado que me llevó
al Trastevere, en la época que pasamos en Roma, se desperezó a los
pies de mi cama de sabanas eternas. Adoraba ese gato. Todo cambiaba,
no parábamos, era una desconocida en cualquier sitio, pero Napoleón
siempre seguía a los pies de cualquiera de mis camas, desperezándose
por las mañanas con una boca que anhelaba la fauce del león. Le
llamé Napoleón porque tenía problemas de estómago, como dicen que
le pasaba al emperador -al parecer ese era el verdadero motivo de que
saliese con la mano reposando en el abdomen en casi todas sus
pinturas-. Lo tomé en brazos y me levanté, y las sábanas eternas
resbalaron por mi cuerpo y cayeron al suelo, contribuyendo un poco
más a aumentar el caótico caos.
Dejé que las cortinas siguieran
danzando y taché con un rotulador verde el día 21. Aquel mes todos
los días eran verdes, y el mes anterior y el anterior. No solía
pasar con frecuencia, un trimestre entero tachado con el mismo color.
Acostumbro a cambiar de rotulador cada vez que nos mudamos, y así
consigo un esquema cromático bastante exacto. Es por eso que mi
calendario termina siempre pareciendo los restos desordenados de una
lucha entre arco iris.
Bajé descalza las escaleras, con el
gato en brazos, sólo porque sabía que mi madre lo detestaría.
Quizás así consiguiera algo más que un “Rebeca recoge tu
habitación que va a llegar el señor Atchinson y quiero que esté
todo perfecto”. El señor Atchinson era mi profesor de piano; venía
todas las mañanas de sábado y pasaba conmigo dos horas tempestuosas
en las que me taladraba con su acento escocés. Mi madre -aquella que
apenas me daba un beso de buenos días por las mañanas- se había
empeñado años atrás en que aprendiese piano, al parecer era algo
refinado y de muy buen gusto. Así que bajé y allí estaba Adela, mi
madre, con su melena rubia, polioperada, ojos zafiro y aquella bata
de seda rosa que tanto le gustaba.
-Rebeca cielo, mil veces te he dicho ya
que te pongas las zapatillas para estar por casa, ¿Qué va a pensar
Pancha de ti si te ve así? Por el amor hermoso Rebeca cielo, ¿Dónde
va a pensar que te has criado?
-Buenos días a ti también mamá. ¿Y
papá?
-Está leyendo el periódico, no le
molestes hija -efectivamente ahí estaba mi padre, hundido en su
sillón y enfrascado en la lectura-. Por cierto -e hizo una breve
pausa dramática muy típica en ella- hoy no viene el señor
Atchinson.
-¿Y eso? -me estaba poniendo un poco
nerviosa, mi madre era con los horarios de un riguroso exquisito-.
-Tenemos que hablar de unos asuntillos,
nada serio, un par de asuntillos.
Se me vino el mundo encima. Un par de
asuntillos. Cada vez que mi madre decía esa frase la casa se
envolvía en un frenesí que significaba que nos volvíamos a mudar.
Me quedé lívida, blanca como la luna. El silencio debió ser tan
tenso que Pierre, mi padre, asomó su cara engalanada con bigote
francés por un lado del periódico y se vio obligado a concretar,
-Nos volvemos a mudar hija; han salido
negocios importantes en Alemania, así que nos vamos.
Lo sabía. Tenía que pasar. Demasiado
tiempo llevábamos ya aquí, ahora que me estaba acostumbrando, y que
medio conocía a unas cuantas chicas del taller de corte -si, mi
madre también pensaba que la costura era algo refinado y de muy buen
gusto-. No me dolía dejarlas a ellas, pero me había supuesto un
esfuerzo tan grande acercarme a hablarles ¡Romper mi círculo de
marginada era algo que me costaba! Pero a ella le daba igual. Suponía
que si se había casado con papá era por eso. Él era jefe de
distribución: proveía hoteles, perfumerías particulares... No
paraba, su casa era el mundo, y el mundo lo entendía y lo respetaba,
y mamá adoraba ser adorada allá dónde pisaba, se comía con la
mirada cada salón en cuanto llegaba, se los metía en el bolsillo,
le encantaba que le bailaran el agua. A mi me costaba. No es que
fuera tímida, es que había aprendido que con tanto ajetreo era
mejor no encariñarse con la gente, porque entonces cada despedida
era peor, y llegó un momento en el que me levanté una mañana y,
por pura inercia, dejé de querer caerle bien a los demás. Ni bien ni
mal. Me sentaba en una esquina en el fondo de la clase y dejaba que
mi lacia melena negra me escondiese de los demás y me hiciera pasar
desapercibida, y sólo de vez en cuando me echaba el pelo detrás de
la oreja dejando al descubierto una mejilla cetrina y unos ojos color
aceituna. Alemania. Uau. En fin.
-Voy a decirle a Pancha que me haga
unas tostadas -dije desganada-
-Bien cielo, y luego coge las cajas que
hay en el trastero y ves guardando tus cosas, son unas preciosas de
color coral con mariposas, te van a encantar -contestó mientras se
alejaba-
Prácticamente había desempaquetado
todo hacía una semana, soñando con un poco de rutina, que rabia.
-¿Tengo que empezar ya? ¿No puedo
aprovechar la mañana? Se ha quedado un sábado precioso, ¿cuándo
nos vamos?
-Mañana -canturreó desde el baño-.
Solté a Napoleón del asombro, que se
marchó bufando y con una mirada indignada de reprobación en los
ojos. Mañana. Casi inconscientemente anduve hacia la puerta,
majestuosa y enorme, y salí fuera, a aquella mañana de ojos tristes
de despedida. Como iba descalza el rocío de la mañana que perlaba
la hierba me mojó los pies. Fue un escalofrío cálido, como un
abrazo que me daba la llanura antes de irme. Apenas una lágrima
tímida se asomó a mis ojos,
pero allí se quedó. Demasiadas veces había caído en vano,
evaporándose en la infinidad de mis mejillas.
-Lo
importante está oculto entre la realidad -me repetí como tantas
otras mañanas de hasta siempre.
El
día pasó como una nebulosa despechada, entre acciones mecánicas
incontables veces repetidas. Cajas. Recuerdos. Zapatos. Libros.
Colecciones empezadas. Postales... Pancha me abrazó mientras la pena
le desbordaba los ojos y yo lo sentí, lo sentí muchísimo, pero fui
incapaz de derramar una lágrima. Me acosté con un abismo en el
pecho, mientras los rayos de luna acariciaban mi pelo y el viento me
cantaba inconscientes nanas de besos escapados.
Me
desperté sobresaltada y entre sudores. Miré mi reloj. Eran las 6 de
la mañana del domingo. Debí haber soñado algo que me asustó. El
corazón me golpeaba furioso contra las sienes. Intenté relajarme y
perdí la mirada entre las colinas de Isle of Skye; estaba a punto de
amanecer. Napoleón se revolvió intranquilo a mis pies. Suspiré,
iba a ser otro día duro.
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