domingo, 12 de mayo de 2013

HISTORIAS ATRAPADAS EN UN CHARCO DE LLUVIA

PELDAÑOS (II)




Quebraban albores y una luz mortecina de sábado ceniciento recorría curiosa y juguetona cada recoveco de mi habitación, incluso el más secreto, dotándolo todo de una atmósfera etérea que amorataba las paredes blanco hueso del cuarto; las cortinas de color verde oliva bailaban al ritmo frenético de la brisa caprichosa.
Me erguí sobre un codo y contemplé algo que bien podía resumir como Caos: Caos en los apuntes que dormían abrigando el escritorio, Caos en la amalgama de ropa que invadía la butaca de la esquina, Caos en las mochilas, bolsas y zapatos que cubrían -y casi escondían- un suelo de parqué, Caos en las constantes cruces que llevaban la cuenta de los días en el calendario... Las vistas eran buenas, muy buenas de hecho, había que reconocerlo. No tanto como las de aquella casa de Ashbourne, o esa otra en la que estuvimos sólo un par de semanas desde la que se veían el mar y un imponente y protector faro, ¿Dónde estaba? ¿A Coruña? Creo que si, la Torre de Hércules se llamaba; pero en fin, estas tampoco estaban nada mal. Mi ventana se convertía -sobre todo a estas horas enturbiadas de la madrugada- en un mirador que mostraba tímido todos los encantos de Isle of Skye, montañas enteras luciendo sus majestuosas capas verdes e infinitas y un cielo gris tormenta que por las mañanas le mordía a una las mejillas. El colegio más cercano estaba a tres cuartos de hora en autobús, aunque después de más mudanzas de las que quería recordar había decidido estudiar en casa. Mamá decía que era lo mejor. Yo lo dudaba, pero estaba cansada. Cuándo bajaba al comedor a reclamar por mi vida social, atrofiada y agonizante, ella se escondía detrás de sus copas de cristal de bohemia importadas desde Italia y murmuraba,

-Rebeca cielo, deja de revolotear y sube a cambiarte, van a llegar los señores Murray y quiero que todo esté perfecto.

Y así zanjaba el tema; siempre había unos señores Murray o Romero o Cuicchi para los que todo tenía que estar perfecto; aunque en el fondo todo estuviera desmedidamente imperfecto. Mi padre no tocaba el tema. Haz lo que prefieras, decía. Nunca estaba en casa, y cuando lo estaba era sentado en aquel sillón granate con aire de suficiencia que había recorrido medio mundo. Se dejaba caer, suspiraba, un suspiro profundo cuya finalidad era alejarse del día, y se escondía detrás de un periódico que le dejaba los dedos manchados de tinta. Cuando venían los señores Tal de turno, se lavaba las manos y, despistado y dócil, se dejaba guiar por las manos expertas de mi madre, que le anudaban la corbata caldera, preparaban diestramente la mesa y azuzaban con fiereza a la pobre Pancha Gómez, que defendía su cocina. Pancha era la señora del servicio, era sudamericana, siempre eran sudamericanas. Había llegado a escocia hacía más de treinta años, pero su acento era pésimo y cuando hablaba -tanto en inglés como en castellano- su barbilla temblaba compungida por la edad y sus ojos brillaban con la sabiduría de diez lustros. Me caía bien esta Pancha. Me atrevería a decir que incluso mejor que mi madre. No la quería más pero me caía mejor. No soportaba a mi madre, de veras.

Napoleón, un gato callejero tiznado de negro que había encontrado durante un paseo extraviado que me llevó al Trastevere, en la época que pasamos en Roma, se desperezó a los pies de mi cama de sabanas eternas. Adoraba ese gato. Todo cambiaba, no parábamos, era una desconocida en cualquier sitio, pero Napoleón siempre seguía a los pies de cualquiera de mis camas, desperezándose por las mañanas con una boca que anhelaba la fauce del león. Le llamé Napoleón porque tenía problemas de estómago, como dicen que le pasaba al emperador -al parecer ese era el verdadero motivo de que saliese con la mano reposando en el abdomen en casi todas sus pinturas-. Lo tomé en brazos y me levanté, y las sábanas eternas resbalaron por mi cuerpo y cayeron al suelo, contribuyendo un poco más a aumentar el caótico caos.

Dejé que las cortinas siguieran danzando y taché con un rotulador verde el día 21. Aquel mes todos los días eran verdes, y el mes anterior y el anterior. No solía pasar con frecuencia, un trimestre entero tachado con el mismo color. Acostumbro a cambiar de rotulador cada vez que nos mudamos, y así consigo un esquema cromático bastante exacto. Es por eso que mi calendario termina siempre pareciendo los restos desordenados de una lucha entre arco iris.

Bajé descalza las escaleras, con el gato en brazos, sólo porque sabía que mi madre lo detestaría. Quizás así consiguiera algo más que un “Rebeca recoge tu habitación que va a llegar el señor Atchinson y quiero que esté todo perfecto”. El señor Atchinson era mi profesor de piano; venía todas las mañanas de sábado y pasaba conmigo dos horas tempestuosas en las que me taladraba con su acento escocés. Mi madre -aquella que apenas me daba un beso de buenos días por las mañanas- se había empeñado años atrás en que aprendiese piano, al parecer era algo refinado y de muy buen gusto. Así que bajé y allí estaba Adela, mi madre, con su melena rubia, polioperada, ojos zafiro y aquella bata de seda rosa que tanto le gustaba.

-Rebeca cielo, mil veces te he dicho ya que te pongas las zapatillas para estar por casa, ¿Qué va a pensar Pancha de ti si te ve así? Por el amor hermoso Rebeca cielo, ¿Dónde va a pensar que te has criado?
-Buenos días a ti también mamá. ¿Y papá?
-Está leyendo el periódico, no le molestes hija -efectivamente ahí estaba mi padre, hundido en su sillón y enfrascado en la lectura-. Por cierto -e hizo una breve pausa dramática muy típica en ella- hoy no viene el señor Atchinson.
-¿Y eso? -me estaba poniendo un poco nerviosa, mi madre era con los horarios de un riguroso exquisito-.
-Tenemos que hablar de unos asuntillos, nada serio, un par de asuntillos.

Se me vino el mundo encima. Un par de asuntillos. Cada vez que mi madre decía esa frase la casa se envolvía en un frenesí que significaba que nos volvíamos a mudar. Me quedé lívida, blanca como la luna. El silencio debió ser tan tenso que Pierre, mi padre, asomó su cara engalanada con bigote francés por un lado del periódico y se vio obligado a concretar,

-Nos volvemos a mudar hija; han salido negocios importantes en Alemania, así que nos vamos.

Lo sabía. Tenía que pasar. Demasiado tiempo llevábamos ya aquí, ahora que me estaba acostumbrando, y que medio conocía a unas cuantas chicas del taller de corte -si, mi madre también pensaba que la costura era algo refinado y de muy buen gusto-. No me dolía dejarlas a ellas, pero me había supuesto un esfuerzo tan grande acercarme a hablarles ¡Romper mi círculo de marginada era algo que me costaba! Pero a ella le daba igual. Suponía que si se había casado con papá era por eso. Él era jefe de distribución: proveía hoteles, perfumerías particulares... No paraba, su casa era el mundo, y el mundo lo entendía y lo respetaba, y mamá adoraba ser adorada allá dónde pisaba, se comía con la mirada cada salón en cuanto llegaba, se los metía en el bolsillo, le encantaba que le bailaran el agua. A mi me costaba. No es que fuera tímida, es que había aprendido que con tanto ajetreo era mejor no encariñarse con la gente, porque entonces cada despedida era peor, y llegó un momento en el que me levanté una mañana y, por pura inercia, dejé de querer caerle bien a los demás. Ni bien ni mal. Me sentaba en una esquina en el fondo de la clase y dejaba que mi lacia melena negra me escondiese de los demás y me hiciera pasar desapercibida, y sólo de vez en cuando me echaba el pelo detrás de la oreja dejando al descubierto una mejilla cetrina y unos ojos color aceituna. Alemania. Uau. En fin.

-Voy a decirle a Pancha que me haga unas tostadas -dije desganada-
-Bien cielo, y luego coge las cajas que hay en el trastero y ves guardando tus cosas, son unas preciosas de color coral con mariposas, te van a encantar -contestó mientras se alejaba-

Prácticamente había desempaquetado todo hacía una semana, soñando con un poco de rutina, que rabia.

-¿Tengo que empezar ya? ¿No puedo aprovechar la mañana? Se ha quedado un sábado precioso, ¿cuándo nos vamos?
-Mañana -canturreó desde el baño-.

Solté a Napoleón del asombro, que se marchó bufando y con una mirada indignada de reprobación en los ojos. Mañana. Casi inconscientemente anduve hacia la puerta, majestuosa y enorme, y salí fuera, a aquella mañana de ojos tristes de despedida. Como iba descalza el rocío de la mañana que perlaba la hierba me mojó los pies. Fue un escalofrío cálido, como un abrazo que me daba la llanura antes de irme. Apenas una lágrima tímida se asomó a mis ojos, pero allí se quedó. Demasiadas veces había caído en vano, evaporándose en la infinidad de mis mejillas.

-Lo importante está oculto entre la realidad -me repetí como tantas otras mañanas de hasta siempre.

El día pasó como una nebulosa despechada, entre acciones mecánicas incontables veces repetidas. Cajas. Recuerdos. Zapatos. Libros. Colecciones empezadas. Postales... Pancha me abrazó mientras la pena le desbordaba los ojos y yo lo sentí, lo sentí muchísimo, pero fui incapaz de derramar una lágrima. Me acosté con un abismo en el pecho, mientras los rayos de luna acariciaban mi pelo y el viento me cantaba inconscientes nanas de besos escapados.

Me desperté sobresaltada y entre sudores. Miré mi reloj. Eran las 6 de la mañana del domingo. Debí haber soñado algo que me asustó. El corazón me golpeaba furioso contra las sienes. Intenté relajarme y perdí la mirada entre las colinas de Isle of Skye; estaba a punto de amanecer. Napoleón se revolvió intranquilo a mis pies. Suspiré, iba a ser otro día duro.

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